martes, 12 de octubre de 2010

La “omisión” de la época y el tratamiento posible


Algunas semanas atrás fui a ver la obra de teatro "La omisión de la familia Coleman", de Claudio Tolcachir. El espectáculo cuenta la historia de una familia que vive "al límite" de su propia disolución, una disolución "evidente pero secreta". Personajes compartiendo una casa que "los contiene y los encierra", y "construyendo espacios personales dentro de los espacios compartidos, cada vez más complejos de conciliar". Viven en una convivencia imposible de soportar, “transitada desde el absurdo devenir de lo cotidiano, donde lo violento se instala como natural y lo patético se ignora por compartido", tal como escribe el autor.
Impacta el desarrollo de las escenas, contenidas en el absurdo de esta familia que va hacia la disolución, empujada por el goce sin medida de cada uno. Los rasgos de perversión, la madre que no puede y no sabe serlo, la abuela con un goce perverso y arrasador que tiene a la hija por objeto, los nietos tomados por el alcohol, la delincuencia, la miseria humana, la esquizofrenia y la desesperación, y la ausencia total de lazos amorosos que armen entre esos personajes algún lazo familiar. Lo que está omitido es el padre, brilla por el peso de su ausencia, y la familia está dislocada. El final es abrumador por su real crudeza, sin velo, sin semblante, sin palabras, sin familia, en la soledad del abandono y la locura.
Sin embrago, hasta aquí, la obra de teatro muestra a cielo abierto, haciendo uso del absurdo y lo grotesco –poniendo en escena el acto mismo de omisión del padre de la familia Coleman- eso que ya sabemos respecto de los efectos de la “omisión” de la función paterna y que nos concierne a todos, en mayor o menor medida, en la época en que vivimos.
Un mail de la compañía de teatro Timbre 4 que recibí unos días después, me permitió una lectura a posteriori. Anunciaban que la obra sería sacada de cartel  a causa del inicio de una nueva gira por América y Europa. Cuando comenzaron montaron la obra en el living de la casa del director, en una vieja y típica “casa chorizo” del barrio de Boedo, al final del angosto pasillo, justo al fondo, atravesando el patio, luego de la puerta verde... Al inicio, ninguno de los actores ni el director habría jamás imaginado el éxito rotundo y sostenido que tuvieron en estos años, desde agosto de 2005. La obra cambió para ellos la relación al teatro y la vida cotidiana porque les permitió también mejorar sus condiciones materiales de vida y de trabajo.
Lo que se agrega para mí como transmisión es que cada puesta en escena de la obra constituye, en sí misma, un modo de tratar la omisión de la función de abrochamiento a la vida que implica contar con lo paterno.  Algo -relativo a la omisión propia de esta “época aspirada por el goce”- es tratado por los actores en cada puesta escena. Y la respuesta que vuelve del público, bajo la forma de un reconocimiento que los ha conducido al éxito internacional, es que algo de lo imposible de soportar de esa omisión se trata también para el espectador mismo. Todos ellos aspirados, en alguna medida,  por la omisión de la función paterna propia de la época.
El arte del teatro me enseña también que no conviene quedar aspirados por el amor al padre porque esa “aspiración” -ahora en términos de amor al Ideal- nos vuelve inoperantes.
Si algo me ha enseñado el teatro esta vez es que la época produce también sus propios tratamientos del goce y que es bueno hacer el esfuerzo de leerlos dejándose enseñar, porque eso orienta respecto de un tratamiento posible.
Creo que es una enseñanza aplicable a la práctica del psicoanálisis.

Gabriela Camaly


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